© Dr. Ignacio Ordiz
La idea de utilizar con fines terapéuticos distintas técnicas punturales no es reciente. No hay más que recordar el desarrollo de la acupuntura o el uso de picaduras con espinas de cactus o de otras plantas para provocar una reacción local y/o general. El descubrimiento seguramente casual y empírico, de la utilidad terapéutica de las picaduras de algunos insectos o de las urticariaciones de ciertas plantas debió acompañar a la especie humana desde sus orígenes.
Por tanto, el conocimiento de que una reacción inflamatoria ocasionada voluntariamente tiene efecto terapéutico sobre alguna situación patológica previa es algo que está presente en la memoria histórica del ser humano, pero no sería hasta hace poco más de 200 años en que se idean sistemas que permitirán la inoculación de sustancias terapéuticas elegidas con criterios científicos.
Los instrumentos que permiten realizar inyecciones existen desde la antigüedad y fueron usadas para extraer pus o lavar fístulas, pero fue Charles Gabriel Pravaz quien en 1831 desarrolla una con la que podía realizarse punción directa en las venas mediante una aguja hueca pulida construida en plata. A partir de 1859, otro médico francés, Louis-Jules Béhier, utiliza esta jeringuilla para realizar inyecciones subcutáneas.
Jeringuilla de Pravaz
Simultáneamente, en 1844 el cirujano irlandés Francis Rynd utiliza una primitiva jeringuilla para la administración subcutánea a nivel local de morfina en el tratamiento de las neuralgias faciales, método que popularizará posteriormente Wood (1853).
El desarrollo de técnicas de aplicación local de analgésicos se debe, fundamentalmente a los dentistas de la segunda mitad del siglo XIX. Fueron ellos los que investigaron distintos principios activos con la finalidad de mitigar el dolor de origen dental. Una vez resuelto el problema del conseguir el mecanismo necesario para introducir medicamentos en el organismo, había que encontrar la solución anestésica ideal, que se extrajo de la cocaína (1885, Godeke, 1860 Nieman). Sus efectos anestésicos locales fueron descritos por Koller en 1884 y se popularizó su uso en oftalmología, laringología, ginecología, anestesia dental, etc.
De indudable poder anestésico, sus efectos tóxicos llevaron a los investigadores a buscar un sustituto que mantuviese sus efectos terapéuticos sin tener esos riesgos. Einhnor, descubridor de varios anestésicos locales, consigue en 1905 la síntesis de una sustancia conocida como Novocaína (en América) o Procaína (en Europa), 5 a 7 veces menos toxica que la cocaína pero manteniendo un gran poder anestésico sin producir irritación ni vasodilatación importante.
A partir de ese momento, esta nueva sustancia con notable poder anestésico local, entra en el arsenal terapéutico para el tratamiento de distintas entidades nosológicas, destacando su uso por autores como Leriche, 1920 (inyecciones en la arteria temporal para el tratamiento de las migrañas), Mandl, 1926 (inyecciones paravertebrales), los hermanos Huneke, 1928 (terapia segmental o anestesia curativa), Leriche, nuevamente (1931 y 1934), realizando bloqueos simpáticos e infiltración de heridas quirúrgicas, y tantos otros autores que presentaron sus experiencias con el uso de la novocaína administrada localmente para el tratamiento de zonas hiperálgicas o trastornos reumatológicos. Destacamos la experiencia de Leriche, el cual sustituyó la simpatectomía periarterial y la eliminación de los ganglios nerviosos empleada en el tratamiento de la estenosis vascular dolorosa, por inyecciones de novocaína en los ganglios y nervios, lo que posteriormente permitirá el desarrollo de la neuralterapia.
De forma paralela, distintos autores occidentales comenzaron a estudiar científicamente el valor de la piel con fines diagnósticos y terapéuticos y dibujaron de forma más o menos extensa y precisa sobre la superficie cutánea la localización de puntos o zonas que se relacionaban con órganos y vísceras profundas mediante conexiones establecidas a través del SNV y el SNP. Para estos autores, estas zonas cutáneas representaban auténticas ventanas que conectaban el interior del organismo con el exterior y que debían de ser tenidas en cuenta con fines diagnósticos y terapéuticos.
La procaína o novocaína, desde el momento de su síntesis, fue demostrando efectos terapéuticos que no solamente quedaban limitados a la anestesia local, sino también fueron descritos efectos rejuvenecedores y revitalizantes, posiblemente debidos a sus propiedades hemorreológicas, de tal suerte que a finales de los años 40 la Dra. Ana Aslan desarrolló en el Instituto Nacional de Geriatría de Bucarest su uso en pacientes ancianos después de descubrir mejorías generalizadas en pacientes a los que les había administrado procaína con el objetivo de aliviar los dolores articulares. Junto con una disminución del dolor articular y un aumento de la movilidad, estos pacientes comenzaron a mostrar mejorías significativas, tanto en sus condiciones físicas como mentales. La Dra. Aslan investigó el fenómeno y consiguió aumentar el efecto terapéutico de la procaína añadiéndole metabisulfito de potasio y fosfato disódico, creando el Gerovital H3. En el año 1956, la Dra. Aslan dio a conocer sus trabajos en el transcurso del Congreso Europeo de Gerontología donde sus conclusiones fueron acogidas con escepticismo. Posteriores estudios demostraron la eficacia del Gerovital en el tratamiento de múltiples situaciones patológicas, no sólo del envejecimiento.
Continúa en Historia de la mesoterapia (II)